Trump, Putin y Netanyahu: Tiempos de renovación imperial

Aunque a menudo a este tipo de líderes se les cuestiona sus desplantes autoritarios, incluso llegando a motejarles de neo o post fascistas -un exagerado estiramiento conceptual-, si tienen en común con dicha ideología el culto al mito del pretérito perdido. Se trata de proyectos de regeneración nacional mediante una expansión en clave histórica orwelliana en el sentido de quien controla el pasado controla el futuro.

Cuando aún no se extinguen los ecos de la decimosexta reunión BRICS en Kazán -con el estreno de Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía e Irán como nuevos miembros y la aparente denegación a Venezuela para hacer parte del mismo-, el mundo se prepara para:

  • la cumbre en Perú del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico, entre 14 y 17 de noviembre; y
  • el encuentro de los líderes del G20 en Río de Janeiro, el 18 y 19 del mismo mes.

El globo pareciera asemejarse más a la geopolítica de bloques de fines del siglo XIX que a la bipolaridad rígida de la Guerra Fría.

La rivalidad entre bloques despunta y se hace cada día más fuerte, aunque todavía hay espacio para cierta cooperación. El propio BRICS congrega a parte de un grupo nada emergente -China y Rusia son potencias históricamente dominantes, con períodos de letargo-, en general en oposición a Occidente, con un Sur Global que si es emergente Brasil, Sudáfrica e India- menos interesado en alguna forma de alineamiento “anti”, aunque sí en una distribución alternativa de poder que les considere.

Como en el siglo XIX, se establecen alianzas precautorias del tipo Triple Alianza que en 1882 coaligó al Imperio Guillermino alemán, el Reino de Italia más Austria-Hungría -dos nuevas potencias y una rezagada-.

La coalición retaba a los intereses del orden vigente nucleados en torno a la reactiva Triple Entente de 1907 entre el Reino Unido, la República de Francia y el Zarato Ruso. Ambiciones de poder y miedo a perderlo no fueron óbices para llegar a acuerdos colonialistas para repartirse -como a una finca- al África subsahariana en la conferencia de Berlín (15 de noviembre de 1884 al 26 de febrero de 1885) o reprimir militarmente en forma coordinada (junto a Estados Unidos y Japón) el levantamiento de los bóxers en contra de la sumisión de la dinastía china Qing a las potencias extranjeras, por medio del asedio a las legaciones extranjeras en 1900.

Hoy se extiende por doquier la sensación crepuscular de la “era wilsoniana” (Russell Mead, 2021) marcada por la declinación del multilateralismo liberal y el resurgimiento del realismo estadocéntrico. Así apunta el decaimiento del derecho Internacional como marco regulador de la convivencia internacional, la proliferación de conflictos bélicos, la recargada competencia estratégica entre las grandes potencias y el auge de los nacional-populismos de derecha e izquierda, incluso entre los Estados arquitectos del orden internacional precedente, si pensamos en las invectivas de la administración Trump a Naciones Unidas -particularmente de la Organización Mundial de la Salud (OMS)- o en la salida del Reino Unido de la Unión Europea. En la ecuación se imponen Estado y capitalismo, la primera en su versión Westfaliana, la segunda ya sea en sus variantes neoliberal o del capitalismo de Estado (o el socialismo con características chinas).

En este mundo en transformación, despuntan los liderazgos de Donald Trump, Vladimir Putin y Benjamín Netanyahu, la tríada que se ha propuesto remodelar su entorno externo nacional a su imagen y semejanza. Para ello apelan al poder descarnado, sin mediación o representación, simplemente la fuerza en estado puro, dimensión que ciertamente ha jugado un papel histórico en la conformación de sus sociedades, lo que dota a sus proyectos de continuidad identitaria.

Estos líderes refractarios a la política de las nuevas identidades posmodernas -por ejemplo, sexogenérica o ecologista-, si ofrecen una plataforma programática de cohesión comunitaria en torno a los mitos del origen y la unidad nacional sin fisuras, las que son otras identidades más convencionales (Groucho Marx diría “estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”).

Aunque a menudo a este tipo de líderes se les cuestiona sus desplantes autoritarios, incluso llegando a motejarles de neo o post fascistas -un exagerado estiramiento conceptual-, si tienen en común con dicha ideología el culto al mito del pretérito perdido.

Las ansías expansivas ínsitas en Mussolini, mediante la resurrección de la Romanidad, los delirios Hitlerianos en torno a una utopía del siglo XII para erigir un Tercer Reich, el sionismo revisionista de Jabotinsky acerca de un Estado Judío que abarcara de Suez a Irak, todas responden al mitologema de “grandeza-declinación-renacimiento” (Chiara Bottici, 2007).

Este es el mismo mitologema  de Trump  (“Hagamos grande América otra vez”)  que le permite identificar culpables de la decadencia estadounidenses y así encausar la hostilidad en su contra.

Desde otro registro, cuyas bases están en la leyenda del siglo XV de Moscú “Tercera Roma”, Putin hace lo mismo cuando declara que desintegración de la Unión Soviética fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. El jerarca ruso añade “nos hemos hecho conscientes de la indivisibilidad e integridad de la historia milenaria de nuestro país”. Se trata de proyectos de regeneración nacional mediante una expansión en clave histórica orwelliana en el sentido de quien controla el pasado controla el futuro.

La expansión hasta cierto punto actualiza la vieja noción de recuperatio Imperii, casi tan antigua como al sustantivo que apela: Roma. Justiniano I la esgrimió en el siglo VI para nominar la campaña de su general Belisario al recuperar territorios que hicieron parte del Impero Romano alguna vez y que pasaron a manos de los considerados “usurpadores bárbaros”. La fórmula renovatio imperii fue desplegada por Carlomagno al ser entronizado emperador en 800, y más tarde adornó el sello de plomo del emperador Otón III en 998. La restauración imperial se hizo parte de los intereses de elites y burocracias, pero para ganar popularidad debió conectarse con un pasado de esplendor.

Hoy, cuando es un lugar común la supuesta incapacidad de las políticas públicas exteriores para producir beneficios electorales, Putin y Netanyahu han justificado la prolongación de las guerras que dirigen -contra Ucrania con más de dos años y medio, en el primer caso, y los múltiples frentes abiertos después de los ataques de Hamas hace algo más de un año, en el segundo. Esto vale para la defensa territorial y la tradición de resistencia nacional contra un entorno hostil, lo que permite sobrevivir y proyectarse políticamente.

El caso de Trump es algo distinto. Durante su primera campaña enfatizó lo impredecible como un atributo de una política exterior exitosa, transformándola en una suerte de anti-doctrina. Ahora en cambio, ha destacado la supuesta función estabilizadora de los asuntos mundiales durante su administración. En una cita con el premier israelí el 26 de julio pasado, advirtió que, de no llegar a la Casa Blanca, “terminaremos con grandes guerras en Oriente Medio y tal vez una Tercera Guerra Mundial”. Y aunque el miedo reditúa políticamente, éste olvida que parte de las razones que llevaron a los atentados terroristas del aciago 7 de octubre en el Neguev fueron los Acuerdos de Abraham de 2020, con mediación de Washington, que normalizaron las relaciones de Israel con Emiratos Árabes Unidos y Bahrein. Después pretendió sumar a Arabia Saudí, simplemente ignorando la cuestión palestina al no abordar la pendiente creación del Estado Palestino. Hoy Riad participa de ejercicios navales conjuntos con Irán, después de una aproximación facilitada por China.

Respecto a la península coreana efectivamente hubo una distensión entre Estados Unidos y Corea del Norte en la cumbre de Singapur de junio de 2018, aunque todo se malogró en la siguiente reunión de Hanói de febrero de 2019, cuando Kim Jon Un se retiró imprevistamente tras no lograr convencer a su interlocutor de finalizar las sanciones contra su país.

Desde entonces la exhibición norcoreana del músculo misilístico y nuclear ha sido la tónica. Donde sí hay que dar la razón al expresidente de Estados Unidos es en relación con la guerra en Ucrania, conflicto que podría haber tomado un curso no bélico si de Trump hubiera dependido, dados sus estrechos vínculos con el mandatario de la Federación Rusa, según testimonios recogidos por Bob Woodward en su último libro “Guerra” (2024). Se podría especular incluso con las serias diferencias entre Estados Unidos y Europa respecto al apoyo militar a Kiev, ahora que Trump reasume en el Salón Oval. El presidente electo respeta el poder duro por lo que es probable atienda una parte significativa de las exigencias de Putin en desmedro de la integridad territorial que reclama Ucrania. Sería el precio de la paz.

En este cuadro no figura Latinoamérica. La subregión que tradicionalmente fue considerada el patio trasero de Estados Unidos, actualmente campo de disputa económica entre la potencia hemisférica y China. Hay que recordar que sólo Roosevelt, Kennedy/Johnson, Carter y Bush padre tuvieron planes específicos con Latinoamérica: el último hace 30 años. Mejor dirán algunos, pero eso podría cambiar al compás de las preocupaciones de Estados Unidos por la migración, el acceso a los recursos naturales y de comercio favorable, bajo el proteccionismo de la potencia. Después de todo “Hacer grande América otra vez” es el Destino Manifiesto de Trump.

Fuente: Cooperativa.cl

Gilberto Aranda Bustamante

Académico del Instituto de Estudios Internacionales, Universidad de Chile

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