Preocupación por el periodismo
En esta columna Agustín Squella se refiere a su preocupación por el tipo de desarrollo que él ha observado desde hace mucho tiempo en el periodismo de radio y televisión.
“Algo peor es la moralización de sus intervenciones en que incurren no pocos conductores y conductoras de noticias, tanto en radio como en televisión, como si el oficio de periodista consistiera en comportarse como guardián y hasta reserva moral de la comunidad. Peor cuando a algunos se les ve entrevistar desde la desconfianza y no desde el interés por lo que pueda decir el entrevistado”.
Puede sonar algo siútico, pero la verdad es que tengo mi propia historia de amor con el periodismo. La cosa empezó temprano, durante la enseñanza media, cuando mantuve un diario mural en el colegio. Fui censurado dos veces, una por calificar de excelente “Rocco y sus hermanos”, de Luchino Visconti, que había sido rechazada como película no apta para ninguna clase de público, y la segunda por dedicar una edición completa del diario al triunfo en El Ensayo de la yegua “Mis Theresse”, cuyo propietario era mi tío más querido. La primera censura fue por dudosas razones de orden moral y, en cuanto a la segunda, fui injustamente acusado de promover las apuestas entre mis compañeros.
Más tarde, estando ya en la universidad, trabajé en el entonces diario La Unión de Valparaíso. Mi primera columna allí tuvo un título altisonante que puede sonar actual -“¿Hacia dónde va el Estado en Rusia?”-, pero fue únicamente el producto de mi pedantería juvenil. Poco después empecé a enviar críticas literarias a El Mercurio de la misma ciudad. Durante el gobierno de Salvador Allende estuve en el entonces canal de televisión de la Católica de Valparaíso, y a partir de 1991, regularmente, en El Mercurio de la capital. Siempre periodismo de redacción, como se le llama, que es el más fácil de hacer, aunque sentía algo muy similar a la excitación cuando en La Unión me acercaba a la sala de crónica donde estaban los colegas en mangas de camisa. Para qué hablar de la emoción que sentía al bajar a los talleres y percibir el ruido y el olor que despedían las linotipias.
Todo lo anterior para justificar la preocupación que he desarrollado, desde hace tiempo, por nuestro periodismo de radio y televisión. En el primero de esos medios, lo que abunda son las risotadas. Casi todos los espacios noticiosos se comparten entre dos o tres periodistas y lo que se escucha comúnmente son las carcajadas las más de las veces sin motivo de estos, como si estuvieran marcadas en el libreto que les preparan los productores. En cuanto a la televisión, de acuerdo, ella espejea cada día la realidad delictual del país, pero tengo cada vez más la sensación de que con sus noticieros nocturnos los canales están entrando cada noche, voluntariamente, en una cadena nacional del crimen.
Ni qué decir de cómo los conductores y conductoras de los espacios informativos de la televisión editorializan prácticamente todas las noticias, hasta las más banales, además de hacer un uso masivo de muletillas como “Vamos a la pausa”, “Espérenos”, “No se vaya”, “Vamos a cambiar bruscamente de tema”, “Aristas”, y así, sin omitir que la inusual extensión de los noticiarios, y por supuesto de las tandas de publicidad, hace pensar que esta última no está allí para hacer posible las noticias, sino las noticias para hacer posible la publicidad. Cada información se extiende en exceso, pasando del conductor que está en el estudio a un colega que, hallándose fuera de él, o sea, en terreno, repite exactamente lo mismo que ha sido dicho en el estudio. Luego, cuando la imagen vuelve a este, la repetición es ya por tercera vez, en un ejercicio reiterativo y circular que obliga a cambiar de canal para encontrarse con lo mismo en todas las estaciones.
Otra práctica que merece crítica, según creo, es ver o escuchar a los propios periodistas haciendo la publicidad de sus auspiciadores.
Algo peor es la moralización de sus intervenciones en que incurren no pocos conductores y conductoras de noticias, tanto en radio como en televisión, como si el oficio de periodista consistiera en comportarse como guardián y hasta reserva moral de la comunidad. Un telespectador no necesita que le estén diciendo a cada rato “Preste atención”, como si padeciera déficit atencional, ni tampoco que van a “cambiar bruscamente de tema”, como si no supiera distinguir entre un accidente ferroviario y un gol de Alexis Sánchez, pero menos aún precisan los telespectadores que los conductores frunzan el ceño y emitan pronunciamientos éticos sobre casi todas las personas y situaciones que hacen noticia. Peor cuando a algunos se les ve entrevistar desde la desconfianza y no desde el interés por lo que pueda decir el entrevistado. Las tenidas matrimoniales de conductores y conductoras las dejo para una próxima vez.
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