Conversación y violencia
Arrastrábamos una crisis de expectativas […] Pero a esa crisis se sumó una de carencias de parte importante de la población, una crisis de necesidades, de prolongada falta de acceso a bienes básicos para llevar una existencia digna, decente y autónoma, y que resulta bastante visible tratándose de bienes como el acceso a atención sanitaria oportuna y de calidad y a una previsión igualmente oportuna y justa.
Hay no pocos en Chile que han pretendido tener la bala de plata de las interpretaciones de los hechos que estamos viviendo en el país desde octubre del año pasado. La bala de plata, o sea, la interpretación correcta, única, capaz de desplazar a todas las demás. Espero no contarme entre ellos. Por el contrario, lo que he pedido más de una vez es que las distintas interpretaciones conversen entre sí de manera colaborativa, sin que alguna de ellas pretenda hegemonía sobre las restantes. En este tipo de asuntos estamos casi siempre ante a un rompecabezas y ninguno de los participantes en el juego tiene todas las piezas en su poder. Las piezas suelen estar repartidas y hay que estar tan atentos a las propias como a aquellas que se encuentran en manos de otros. Lo que necesitamos en materias como estas es algo así como una conversación junto a la hoguera, la misma que el país requiere para dar un curso pronto, justo y pacífico a la situación en que nos encontramos y a las demandas políticas, económicas y sociales de muy importantes sectores ciudadanos.
Hay que tener igualmente presente que en todas las interpretaciones hay ideas, creencias y convicciones muy diversas. Distintas ideologías, en suma, sin dar a esta palabra el sentido peyorativo que ella ha empezado a tener. ¿En qué momento esa palabra se transformó en un feo término, en un arma arrojadiza que lanzar a la cara de quienes piensan de manera diferente a la nuestra? Hablo aquí de ideología para aludir, simplemente, a un conjunto más o menos coherente y no contradictorio de ideas, aspiraciones y planteamientos acerca del mejor tipo de sociedad que podríamos alcanzar y de los medios para lograrla, y entendida la palabra de esta manera, lo que hay, siempre, son distintas y contrapuestas ideologías en juego, todas tratando de ganar las preferencias de ciudadanos y electores. Pero hay también, y sobre todo, intereses en juego, preferentemente de orden material, aunque no se acostumbre a presentarlos como tales, sino maquillados como ideales, declaraciones de principios, valores, o con cualquier otra palabra que mejore esa presentación y morigere la rudeza de la palabra “intereses”. Una sociedad abierta, extensa y compleja, y Chile es una de ellas, es antes un hervidero de intereses personales o de grupo que de ideales colectivos que apunten al bien colectivo o común. Uno puede certificar un hecho como ese, y hasta lamentarlo, pero lo que no debería hacerse es presentar los intereses propios, sean estos personales o de grupo, como si se tratara de los del país. Además, un país no puede ser solo la suma de intereses sectoriales, y, por lo mismo, a lo que nos convoca el ideal republicano, como pasa siempre con todo ideal, es a una muy difícil tarea de disposición y acciones a favor de lo público, de lo común, de lo que es o debe ser de todos. Desde 1823 en adelante, la palabra “república” ha aparecido en todas las Constituciones Políticas que ha tenido Chile, pero, al menos en el sentido antes indicado, no hemos estado a la altura de dicha palabra. Lo hemos estado solo en cuanto “república” se opone a “monarquía”, y eso hasta por ahí no más, atendido el fuerte presidencialismo de nuestro sistema político. ¿Saben ustedes que Hans Kelsen, el principal teórico del derecho del siglo XX, comentó en uno de sus textos la Constitución chilena de 1925, llamándole la atención que, atendidas las muy amplias facultades presidenciales, esta consagrara un régimen que a él le pareció casi dictatorial?
Mi parecer es que a partir del 18 de octubre pasado Chile no despertó, ni cambió, ni tampoco estalló. Chile se mostró. Veníamos navegando con mar calma, aunque bajo la superficie se agitaban fuerzas que de pronto nos llevaron a una mar gruesa, muy gruesa en verdad. Se trataba de una disconformidad bastante extendida, de una insatisfacción compartida, de un malestar que la mayoría de los políticos e intelectuales criollos posmodernos negaron durante largo tiempo, narcotizados por su propia complacencia, o quizás por su cinismo, e hipnotizados por estadísticas e indicadores macroeconómicos que no daban cuenta de la economía real de las personas, hasta que ese malestar se presentó como indignación y también como violencia. Y para seguir con las metáforas, habíamos barrido varias cosas bajo la alfombra, y pasó entonces lo que suele ocurrir cuando es mucho lo que se coloca bajo una alfombra: nos tropezamos con ella, perdimos el equilibrio y estuvimos a punto de irnos de bruces. No caímos, por fortuna, pero nos llevará tiempo recuperar el equilibro y volver a erguirnos sobre nuestros pies. Entretanto, hemos empezado a sacar cosas de debajo de la alfombra, y una de las más importantes ha sido el tema constitucional, un asunto en el que nunca hemos tenido los papeles en regla en cuanto a disponer de una Constitución democrática tanto en su origen como en sus contenidos.
Algunos se oponen al proceso constitucional en curso e intentan restarle legitimidad en nombre de que no existen hoy en el país las mejores condiciones para ese proceso, pero son los mismos que se opusieron y hasta ironizaron con motivo del pausado proceso constituyente abierto por el gobierno anterior en medio de esas mejores condiciones que hoy echan de menos. Si incluso un destacado partidario del gobierno anterior dijo entonces que pensar en ese momento en una nueva Constitución era como fumar opio. Me refiero a los mismos que en 1980 no hicieron cuestión de una Constitución aprobada en medio de una dictadura, sin registros electorales, sin partidos políticos, sin libertad de prensa, sin libertad de reunión, sin libertad de ingreso al país, el típico plebiscito que llevan adelante autócratas y dictadores de los más diversos signos cuando quieren otorgar apariencia democrática a sus decisiones de gobierno. Los mismos, en fin, que, una vez recuperada la democracia, retardaron por largo tiempo en el Congreso Nacional reformas a la Constitución de 1980, y que, llamando hoy a rechazar una nueva Constitución, se apresuran a prometer reformas a la actual en las que nunca habían pensado antes. ¿Alguien pudo imaginar en 1990 que la institución de los senadores designados y vitalicios iba a pervivir en la Constitución hasta 2005 y que quienes bloquearon cualquier reforma en tal sentido vendrían a dar sus votos para eliminar ese tipo de legisladores solo cuando estos empezaron a jugarle en contra? ¿Alguien pudo pensar que recién en 2002 Chile iba a derogar la norma de la Constitución de 1980 que consagraba la censura cinematográfica, y no por decisión propia, sino a raíz de un fallo de la Corte Interamericana de Justicia en el caso de la prohibición de exhibir “La última tentación de Cristo”, de Martin Scorsese? Desde 1980 y hasta 2002, la censura funcionó en Chile hasta prohibir algunas películas de Woody Allen.
No es mi ánimo mencionar todo eso con el propósito de mortificar a nadie ni de quedar atrapado por el pasado, sino de mostrar cómo los países pueden llegar a pagar altos costos por no haberse hecho cargo a tiempo de algunos de sus problemas más visibles. Nuestros gobiernos, nuestros legisladores, han sido siempre reactivos a la contingencia que se desata siempre sin previo aviso, una práctica que resulta tan negativa como sería la de un hospital que solo contara con sala de emergencias y nada más.
Sí, hemos tenido violencia desde octubre del año pasado, y comprobado con justificado temor cuán aguda ha sido ella por momentos, aunque también hemos comprobado que no disponíamos de una policía suficientemente profesional y eficiente, ese tipo de policía que es capaz de mantener el orden público sin incurrir en violaciones a los derechos fundamentales de las personas. Porque de eso se trata una policía profesional y eficiente, pero en el caso nuestro ni control del orden público ni respeto por los derechos fundamentales. Sí, más de una violación a tales derechos se produce siempre, inevitablemente, cuando la policía de cualquier país se avanza hacia un grupo de personas dispuestas a enfrentarla, pero las nuestras, desde octubre en adelante, no han sido aisladas ni episódicas, sino múltiples y extendidas.
Y a propósito de la violencia, a la siempre condenable violencia con objetivos políticos, faltan a la ética quienes la usan hoy en nuestro país. Faltan también los que aprueban ese tipo de violencia. Y faltan igualmente a la ética quienes usan o pretextan la violencia, y acaso hasta la desean en su fuero interno, para obstaculizar procesos democráticos. Además, y en el caso de los primeros, de aquellos que usan directamente la violencia con fines políticos, habría que decirles que si no tienen razones morales para abstenerse de eso, al menos deberían pensar si acaso al emplear la violencia tienen o no las bazas a su favor. Y tratándose de los terceros, de los que se apoyan en la violencia para obstaculizar procesos democráticos, sería del caso decirles que esa es la mejor manera de poner los laureles de la victoria en la cabeza de los que ejercen la violencia en las calles.
Pero me he demorado su buen poco en llegar a las causas de la situación que tenemos en este momento en el país y al curso que convendría dar a ella, a propósito de lo cual quisiera reiterar lo dicho en un comienzo. Una situación compleja es siempre multicausal y admite más de una interpretación. Su etiología y su hermenéutica nunca son sencillas y, por lo mismo, resultaría simplificador y engañoso intentar reconducir nuestra situación a una sola causa o analizarla sobre la base de una sola interpretación posible. Lo que hay son causas múltiples y varias interpretaciones posibles y plausibles, de manera que estaré muy atento a las intervenciones y comentarios de ustedes que vendrán a continuación de esta ponencia.
Arrastrábamos una crisis de expectativas, es cierto, pero no solo de expectativas. Con una crisis de expectativas me refiero a que amplios sectores medios del país que habían conseguido mejorar su situación respecto de sus antepasados, se vieron de pronto defraudados por un país que no les ofrecía ni el trato, ni las oportunidades y ni las condiciones materiales de vida que había imaginado. Pero a esa crisis se sumó una de carencias de parte importante de la población, una crisis de necesidades, de prolongada falta de acceso a bienes básicos para llevar una existencia digna, decente y autónoma, y que resulta bastante visible tratándose de bienes como el acceso a atención sanitaria oportuna y de calidad y a una previsión igualmente oportuna y justa. Si me permiten ponerlo en estos términos, una crisis de expectativas es una crisis de gula, mientras que una de carencias es una de hambre, y lo que venía gestándose en Chile era una crisis tanto de expectativas como de carencias. Una pareja de jubilados que no están ya en condiciones de trabajar y que recibe una pensión de $200.000 mensuales no tiene una crisis de expectativas, sino de carencias. Una familia con dos hijos que no es considerada pobre porque cuenta con un ingreso de $430.000, lo que tiene cuando no alcanza a llegar a fin de mes es una crisis de carencias, no de expectativas. Esa misma familia, obligada una y otra vez a contraer deudas para llegar a fin de mes, tiene una carencia y no ve solo frustradas sus expectativas de, por ejemplo, salir de vacaciones durante el verano. Un paciente del sistema público de salud con una intervención quirúrgica postergada a veces por largos meses o un año sufre el desconocimiento de un derecho y no la frustración de una mera expectativa. Un trabajador que percibe todos los meses el ingreso mínimo se ve también obligado a endeudarse para tener acceso a bienes básicos y no para iniciar algún tipo de emprendimiento o capacitación que le permita mejorar su situación.
Doble crisis, entonces: en algunos casos de expectativas, en otros de carencias, pero ambas más extendidas de lo que estábamos dispuestos a reconocer, o que, reconociendo, tratábamos de contener pidiendo paciencia a quienes las sufrían, apelando para ello a que el crecimiento económico del país no tardaría en beneficiar a todos de una manera más o menos pareja.
Sumen ustedes a lo anterior la corrupción que desde hace algunos años se advierte en la política, en los negocios, en no pocos municipios, en la evasión y elusión tributarias, en el fútbol, en las iglesias, hasta en dos ramas de nuestras fuerzas armadas, y corrupción, en el caso de la política y los negocios, de políticos que ocupaban altos cargos y de grandes negocios que concernían al uso diario de papel, a la venta de fármacos y a la oferta de alimentos de consumo frecuente y masivo por parte de los chilenos, mientas que en el caso de las fuerzas armadas se trató de redes de corrupción lideradas por altos mandos de las instituciones.
¿Qué pongo todo en un mismo saco, a saber, política, negocios, impuestos, fútbol, iglesias, fuerzas armadas? Es que están en un mismo saco, y ese saco se llama Chile.
Creo que no somos suficientemente conscientes de la incidencia que la corrupción, y la sensación de abuso que ella infunde en la población, han tenido en la situación que se mostró a partir de octubre del año pasado. Durante largo tiempo se nos trató de administrar el analgésico de que en países vecinos la situación en tal sentido era mucho peor, pero ya sabemos que los analgésicos son eficaces solo por corto tiempo y que el mal de muchos solo consuela a los necios. Una sociedad como la chilena, que en poco tiempo debió asimilar todas esas toxinas, ¿podía no desarrollar malestar y más tarde fiebre, la fiebre que estamos viendo ahora?
Más allá del ámbito nacional, me atrevería a decir que el abrazo entre democracia y capitalismo no es necesariamente mortal, pero que sí puede serlo el abrazo de ella con el capitalismo neoliberal hegemónico de nuestros días, o sea, un capitalismo, que es solo un sistema económico, reforzado por una doctrina –el neoliberalismo- que es mucho más que económica. El liberalismo es una feliz y potente raíz de la que, como pasa con algunas especies vegetales, se han desprendido bajo tierra varios brotes basales, cada uno de los cuales ha originado un tronco distinto que coexiste con los demás. En la Quinta Rioja de Viña del Mar hay un viejo maqui al que se le pueden contar nada menos que 8 troncos. Pues bien, es así como veo al liberalismo: antes que como un solo tronco del que se desprenden varias ramas, como una raíz que ha dado lugar a varios troncos a la vez y que no por ello dejan de pertenecer a un mismo árbol. Lo que hay entonces no es liberalismo, sino liberalismos, como hay también capitalismos e, incluso, neoliberalismos, en el caso de este último algunos más extremos y otros menos extremos. Las lógicas neoliberales, que no se aplican solo al manejo de la economía, pueden ser adoptadas con diferente intensidad y extensión.
Demás está decir que empleo aquí el término “neoliberalismo” de manera descriptiva y no peyorativa. Y a propósito de los varios liberalismos que conocemos –liberalismo clásico, liberalismo social, liberalismo igualitario, liberalsocialismo, liberalismo como modus vivendi, neoliberalismo, libertarismo-, lo que les falta en Chile es una mayor conversación entre ellos. Digamos una conversación en familia, a fin de que, reconociendo una misma raíz, sean capaces de identificar y en lo posible resolver sus diferencias. Perdonen la auto referencia, pero he insistido en nuestro país en una conversación como esa, aunque con muy poco éxito. Cada liberalismo se siente el liberalismo y mira a todos los demás como desviaciones, si no como traiciones a la doctrina liberal. El mismo neoliberalismo no se asume como tal, con ese nombre, y se presenta siempre como “liberalismo”, como el único liberalismo y no solo como aquel que ha tenido más éxito en las últimas décadas.
Me arriesgo todavía un poco más: mi parecer es que el neoliberalismo ha perjudicado a la doctrina liberal en su conjunto, del mismo modo que los socialismos reales, como un tipo de socialismo, perjudicaron a la doctrina socialista también en su conjunto. Si uno se declara hoy liberal, al menos en mi caso, tiene que aclarar que no neoliberal, y si uno expresa simpatías por el socialismo tiene que aclarar que no es ni fue nunca partidario de esos socialismos reales que no pasaron de ser más que dictaduras comunistas.
Y excusarán que haga otra referencia personal, pero desarrollé las ideas anteriores en un libro de 2019, Democracia. ¿Crisis, decadencia o colapso?, publicado por la editorial de la Universidad de Valparaíso.
¿Cómo salir ahora de la situación en que nos encontramos en Chile? Solo se me ocurre decir que desde las instituciones, por desprestigiadas que ellas se encuentren, puesto que el desprestigio no es tanto de ellas como de quienes las tienen hoy a su cargo. Por ejemplo, nadie querría suprimir el Congreso Nacional, pero sí mejorar la calidad de la política que allí se hace. Nadie querría suprimir nuestro Poder Judicial, pero sí mejorar la administración de justicia en el país. Por mucho que no se apruebe la gestión del actual Presidente, o de los anteriores, nadie estaría por acabar con la institución de la Presidencia de la República. Nadie estaría tampoco por disolver Carabineros, pero sí por una profunda reforma de la institución.
Las malas prácticas de los políticos los desprestigian primero a ellos, pero ese desprestigio no tarda en pasar al de la actividad que ellos realizan –la política-y de esta a la democracia como forma de hacer política. Esa es la pendiente por la que nos hemos ido deslizando y quiero creer –más bien, tengo que creer- que todavía es posible reaccionar desde las instituciones y desde las nuevas instituciones que aquellas sean capaces de producir, como sería el caso de una muy probable Convención Constituyente. Pesimismo de la razón, todo lo que quieran, mas no de la voluntad. Podemos creer que las cosas irán mal, o no todo lo bien que querríamos, pero no tenemos a derecho a sentarnos a esperar a que ocurra la tragedia para cobrar la triste recompensa de haberla anticipado. Lo que tenemos que hacer es combinar ese pesimismo de la razón con un optimismo de la voluntad y preguntarse cada cual qué está en su mano hacer para que las cosas vayan lo mejor posible. Esa fórmula, que algunos atribuyen a Gramsci y otras al escritor francés Romain Rolland, la expresó mejor que nadie un novelista norteamericano, Francis Scott Fitzgerald, y lo hizo con estas serias y elocuentes palabras: “uno debiera ser capaz de ver que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar determinado a cambiarlas. Habría que mantener en equilibrio el sentido de la futilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y, aún, la determinación de triunfar”.
Utilicé antes la imagen de una conversación junto a la hoguera, pero junto a una de esas hogueras que se encienden a veces en el campo, en la playa, en la montaña, a fin de reunir gente en torno a ella y no para intimidarla con el fuego. Una hoguera muy distinta de las fogatas que a modo de barricadas se encienden prácticamente todas las noches en algunas calles de Santiago y que no tienen el propósito de reunir personas, sino de intimidarlas.
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