Agustín Squella – ¡Alpargatas, no libros!
Entre los usos abusivos del término populista hay que destacar “una suerte de insulto sobre cualquier iniciativa en favor de los trabajadores o grupos más desfavorecidos de la sociedad… las elites que usan la palabra populismo en este sentido no sólo son autoproclamadas, son también autointeresadas, de manera que lo que intentan descalificar… no son reformas ilusorias o mal gestionadas, sino que cambios que perjudican sus intereses”.
“Populismo” se ha vuelto una palabra crecientemente frecuente en el discurso político de nuestros días. En boca de políticos, sin duda, pero también de académicos, columnistas, comunicadores sociales, la palabra parece volar por todas partes y en las más diversas direcciones, acrecentando su evidente “dispersión lingüística” y variedad de significados. De allí la oportunidad que el Foro Valparaíso de Altos Estudios Sociales haya dedicado al tema el último de sus Cuadernos, titulado “Populismo y comunicación”, editado por Crisóstomo Pizarro con la colaboración de Claudio Elórtegui y Esteban Vergara, y que contiene nada menos que 8 textos que tratan del fenómeno populista, o acaso tan solo de la “lógica populista”, como prefiere decir Ernesto Laclau al considerar que el populismo es un componente de la cultura política, tanto a diestra como siniestra, es decir, muy transversal, y no algo que encontremos perfectamente delimitado en la realidad de los sucesos políticos de nuestros días. El Cuaderno incluye en su portada una bella imagen de Valparaíso, pertinente no solo por el domicilio del Foro, sino porque uno de los trabajos, de Juan Ayala, se ocupa del populismo en la cultura predominante de nuestra abrumadora ciudad.
El populismo no es nuevo. En el período final de la república romana antigua aparecieron varios líderes populares que se presentaron a sí mismos como factio popularium, o sea, como partido o facción del pueblo que se oponía a la aristocracia conservadora de su tiempo y promovía asambleas del pueblo para impulsar iniciativas destinadas a una mejor distribución de la tierra, de manera que, entendido de esa manera, el populismo no es otra cosa que la disposición a responder desde la política a las necesidades y expectativas del pueblo, es decir, de todos, del conjunto de la sociedad, reconociendo esas necesidades y expectativas más allá de aquellas que corresponden a personas determinadas, grupos o asociaciones acotados y cuyos intereses sectoriales tratan de imponerse al bien general o común. En este sentido, el populismo sería una buena cosa, emparentado incluso con el republicanismo.
Hoy, sin embargo, en los usos más habituales del término, “populismo” se ha vuelto una fea palabra, algo así como un arma arrojadiza que los adversarios políticos se lanzan a la cara para acusarse unos a otros de demagogia y de intentar alcanzar o ejercer el poder haciendo promesas irresponsables que no es posible concretar desde el poder, ejemplo de lo cual fue el anuncio del candidato Francisco Javier Errázuriz, allá en los 90, de suprimir la Unidad de Fomento. “Populista” se dice también, otra vez negativamente, de la práctica política que consiste en tratar de conseguir la atención y los votos de los electores mediante conductas banales que quienes las ejecutan consideran del gusto de ese colectivo de muy indefinidos contornos que hoy se llama “gente”, tales como cantar, bailar, contar chistes en público y hacer toda clases de payasadas que hagan venir los micrófonos de las radioemisoras y las cámaras de televisión. Es lo que suelen hacer aquellos políticos que, incapaces de dar pan, se limitan a ofrecer circo. Ejemplos aquí abundan y es mejor no dar nombres. De “populista” se acusa también a aquellos estudiados y ardientes mensajes que solo quieren decir a las audiencias lo que estas quieren escuchar en un momento dado, como es el caso de proponer el restablecimiento de la pena de muerte, o la imprescriptibilidad de ciertos delitos, ante una ola de criminalidad que se hubiere producido en un momento dado.
El populismo suele encarnar en políticos carismáticos, o que presumen de tales, y que muestran un cierto desprecio no solo por las elites, sino también por los expertos e intelectuales, a quienes consideran altamente impuros frente a la sencillez y diáfana pureza de la gente común y corriente, esa a la que se alude hoy con la absurda expresión “gente de a pie”. “Alpargatas sí, libros no”, fue uno de los gritos de los partidarios de Juan Domingo Perón en Argentina. Otro populista, ahora en Chile, el General Carlos Ibáñez del Campo, ganó la elección presidencial de 1952 con el lema de una escoba con la que iba a barrer a todos los corruptos, aunque a poco andar su gobierno se hizo famoso porque en él los que no tocaban ministerio o algún otro cargo público tocaban a lo menos camioneta. Camioneta fiscal, desde luego, un bien entonces muy preciado, si es que no lo sigue siendo hasta hoy.
El populismo, en los sentidos negativos del término, produce un daño evidente a la democracia, aunque hoy, claro está, el daño mayor lo causa la corrupción en todas las imaginativas fórmulas que ella ha adquirido, de manera que hay que tener cuidado: el mayor problema para las actuales democracias no es el populismo, sino la corrupción, no los populistas, sino los corruptos, no los que embolan la perdiz sino aquellos que se llevan la perdiz para la casa. El populismo es malo para la democracia porque manipula las necesidades y expectativas, lo cual no es sino una forma de despreciarlas; porque presenta como sencillo y al alcance de la mano lo que se sabe es complejo; porque promete una relación directa y hasta personal con el líder, no mediada por ningún tipo de partidos ni otras instituciones ciudadanas; porque practica una doble adulación, la del pueblo por el líder y la de este por el pueblo; porque renuncia al carácter deliberativo de la democracia; y porque sustituye la figura de los expertos por la todavía menos confiable de los iluminados.
Hay también dos usos abusivos del término “populismo”. Como se sabe que lo que predominan hoy son los significados negativos de esa palabra, a veces se acusa de populistas a los rivales políticos que tienen buena oratoria, acusándolos de “demagogos”. Esta última palabra –“demagogo”- ha tenido también mala suerte, puesto que en sus orígenes servía tan solo para designar al jefe del pueblo, a aquel que podía conducirlo por medio de la palabra, algo que, bien visto, nada tiene de malo. Lo que tenemos hoy, lejos de eso, es un manifiesto empobrecimiento del lenguaje político, lo cual daña también a la democracia. Los llamados sofistas de Atenas en el siglo V a.C prestaron un gran servicio a la democracia directa de ese tiempo. Enseñaban a razonar y argumentar a los ciudadanos que se reunían en asamblea para tomar decisiones públicas y, por cierto, cobraban por sus servicios educacionales, algo que fue mal visto por Sócrates y Platón, quienes los denostaron por hacerse pagar y nos legaron la palabra “sofista” en el sentido negativo de quien argumenta con razonamientos que solo en apariencia son correctos o verdaderos. Cobrar por la enseñanza es algo por lo que los actuales docentes universitarios tendríamos que estar eternamente agradecidos con los sofistas.
El otro uso abusivo es este: “populista” se ha vuelto un epíteto, una suerte de insulto que dejar caer sobre cualquier iniciativa a favor de los trabajadores o grupos más desfavorecidos de la sociedad. Es de esa manera, por ejemplo, que se intentó descalificar iniciativas del gobierno pasado que, bien o mal gestionadas (la verdad es que lo fueron regular), tocaron fuertes intereses. Me refiero a la reforma tributaria, la reforma laboral, la reforma educacional y la gratuidad parcial en la educación superior, Como dice Jacques Ranciere, “no hay manifestación de reivindicación popular que no sea estigmatizada por las elites autoproclamadas con el nombre de populismo”.
Hay que tener mucho cuidado con ese segundo uso abusivo, puesto que se ha vuelto muy frecuente. Las elites que utilizan la palabra “populismo” en ese sentido no solo son autoproclamadas, son también autointeresadas, de manera que lo que intentan descalificar con dicha palabra no son reformas ilusorias o mal gestionadas, sino cambios que perjudican sus intereses. Es altamente probable que quienes lucharon en su tiempo por la abolición de la esclavitud hayan sido acusados de populistas y de provocar una gran incertidumbre en el futuro de una economía en la que los trabajadores ya no irían con cadenas.
Agustín Squella N.
Profesor de la Universidad de Valparaíso. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Socio del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso.
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