Democracia y derechos
“… la práctica muestra, con escandalosa frecuencia, cómo se pulveriza la universalidad de los derechos en nombre de ideologías y posiciones políticas partisanas que, de la boca hacia fuera, sostienen que la actividad política es entre rivales con los que debatir, pero que, llegados al poder, actúan como si se tratara de una actividad entre enemigos que eliminar o que al menos hay que desconocer o despreciar”.
La proximidad de un nuevo 11 de septiembre, el número cincuenta desde el golpe de Estado de 1973, ha hecho renacer los discursos en favor de la democracia como mejor forma de gobierno y de los derechos fundamentales como prerrogativas que conciernen a todos los individuos de la especie humana sin excepción. Hay que celebrar ese doble y reforzado discurso –en favor de la democracia y los derechos-, especialmente en un momento en que la democracia se halla en algo más que una crisis a nivel global y en que, tratándose del plano nacional, muestra un debilitamiento en las preferencias ciudadanas a raíz del problema de la seguridad y la delincuencia, a propósito de lo cual convendría recordar que las dictaduras son los regímenes más efectivos en tal sentido, sean de un signo o del otro: en ellas los delincuentes desaparecen o son hechos desaparecer.
Tocante al discurso en favor de los derechos, resulta también oportuno en momentos en que un amplio y poderoso sector político del país querría prescindir de una clase de ellos –los derechos sociales- y en el que vuelve a campear al doble estándar para juzgar su estado en uno u otro país: si son violados por un gobierno que es de nuestro agrado, se trata nada más que de “errores”, “excesos”, “casos puntuales” o “inventos de…”, y si las violaciones corren por cuenta de algún gobierno que reprobamos, tales errores, excesos, casos puntuales e inventos se transforman en masivos, gravísimos e inaceptables atropellos a valores universalmente compartidos.
De cara al próximo 11 de septiembre no basta con poner cara de buenos y reponer el discurso en favor de la democracia. Lo que deberíamos hacer es mejorar la democracia que tenemos, aprovechando para ello el proceso constitucional en curso. Un proceso, sin embargo, que, y si somos sinceros, cuenta con menos respaldado del que se declara. Hay en esto mucha hipocresía y frecuentes bailes de máscaras. Son muchos más de los que parece, a lado y lado del espectro político, especialmente en las elites políticas e intelectuales, los que ya se acomodaron a la reforma lenta, a cuentagotas y del gusto de la minoría de la Constitución vigente, renunciando a cualquier esfuerzo por reemplazarla por una nueva Constitución. “Sigamos como estamos- es lo que piensan en el fondo- y de esa manera vamos a validar el camino de la reforma constitucional y, de paso, validarnos a nosotros mismos como partidarios de la fórmula reformista por la que optamos hace más de treinta años y que ahora unos iluminados, o acaso extremistas, quieren reemplazar por otra Constitución”.
Respecto a los derechos, si vamos a apoyarlos, hagámoslo con todos ellos y no solo con algunos. Los derechos fundamentales no son derechos a la carta. Además de tener consagración en el derecho interno de los Estados democráticos, la tienen también, hace ya rato, en declaraciones, pactos y tratados internacionales que los identifican con toda claridad. Gracias a esa base de sustentación objetiva, los derechos fundamentales dejaron de ser un enigma por descifrar a gusto de las preferencias o intereses de los intérpretes.
En la teoría, los derechos las tienen casi todas consigo. Todas, pero solo casi todas. Sin embargo, la práctica muestra, con escandalosa frecuencia, cómo se pulveriza la universalidad de los derechos en nombre de ideologías y posiciones políticas partisanas que, de la boca hacia fuera, sostienen que la actividad política es entre rivales con los que debatir, pero que, llegados al poder, actúan como si se tratara de una actividad entre enemigos que eliminar o que al menos hay que desconocer o despreciar.
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Gracias, interesante artículo.