John Rawls: el nuevo derecho de gentes como utopía realista
La idea de una utopía realista no consiste en proponer un compromiso entre poder y equidad y justicia, sino en una delimitación del ejercicio razonable del poder. Si no es posible una razonablemente justa sociedad de los pueblos cuyos miembros subordinen su poder a fines razonables y si los seres humanos son en gran medida amorales, si no es que incurablemente egoístas y cínicos, podríamos preguntar con Kant si merece la pena que los seres humanos vivan sobre la tierra.
Siguiendo con nuestro estudio Reforma de las Naciones Unidas y proyectos de un nuevo orden político global queremos señalar que la crisis de la economía mundial ya manifiesta severamente desde fines de la década de 2000, adquiere hoy un carácter dramático debido al avance incontenible de los desastres causados por la crisis climática y sus nefastas consecuencias sobre el ecosistema y la producción alimentaria mundial. Al respecto, desde hace 50 años ya teníamos conocimiento difundido por el Club de Roma sobre el cuidado del medio ambiente.
Al anterior problema hay que sumar la irrupción del coronavirus y la explosión de nuevos conflictos bélicos cuyos actores y consecuencias ya desbordaron los límites de un determinado número de regiones. Las grandes potencias mundiales son ahora las que entraron de lleno en la arena conflictiva con más fuerza que la que han mostrado en los conflictos regionales conocidos desde hace más de dos décadas.
Probablemente es mejor decir que estos problemas no son más que manifestaciones de una crisis multidimensional de alcance planetario causada por las inapropiadas e injustas condiciones que han caracterizan nuestro modo de producir, distribuir la riqueza y consumirla.
Afrontar estos complejos problemas exige soluciones que reclaman un nuevo orden político global fundado en la cooperación de todo los Estados y pueblos de la tierra y por lo tanto ninguno de ellos debería excluirse de este esfuerzo. En el caso particular de Chile, los acuerdos que se logren en el marco del proceso constituyente no podrán realizarse de manera satisfactoria si no se otorga también mayor jerarquía a la discusión del tipo de instituciones que podrían expresar el nuevo orden político global capaz de asegurar la paz, la justicia entre naciones y al interior de las naciones y la justicia intergeneracional. Ningún país, ni mucho menos aquellos que se sitúan en la periferia de la economía-mundo, podrá gozar de los bienes de la paz y la justicia si no somos capaces de construir ese orden.
Para esbozar los proyectos encaminados a la formación de un nuevo orden político global, se expondrán las contribuciones teóricas procedentes del “derecho de gentes” postulado por John Rawls y las transformaciones más ambiciosas de Luigi Ferrajoli y Jürgen Habermas sobre un constitucionalismo mundial y la sociedad cosmopolita, y la democracia social global de David Held. También se mostrará la coherencia de esas propuestas con algunos de los objetivos contenidos en “Otro mundo es posible”, proclamados por el Foro Social Mundial (FSM).
John Rawls: el nuevo derecho de gentes como utopía realista
La idea de una utopía realista no consiste en proponer un compromiso entre poder y equidad y justicia, sino en una delimitación del ejercicio razonable del poder. Si no es posible una razonablemente justa sociedad de los pueblos cuyos miembros subordinen su poder a fines razonables y si los seres humanos son en gran medida amorales, si no es que incurablemente egoístas y cínicos, podríamos preguntar con Kant si merece la pena que los seres humanos vivan sobre la tierra.
El juicio moral atribuye a la construcción teórica de Rawls un valor que va más allá de la lógica. Es un proyecto de construcción política que compromete nuestra participación política de hoy y el tono y la calidad de nuestras actitudes.
En Derecho de gentes, Rawls extiende su concepción contractualista acerca de la justicia a “la sociedad de los pueblos”, elaborando los principios generales que “pueden y deben ser aceptados por las sociedades decentes, liberales y no liberales, como normas para regular sus relaciones”[1].
La consistencia interna del derecho de gentes
El derecho de gentes puede caracterizarse en conformidad a tres rasgos: su objeto específico, la modalidad de su construcción teórica y el papel que juega el juicio moral en este proceso.
El objeto del derecho de gentes
Este se propone establecer principios políticos concretos que regulen las relaciones políticas entre los pueblos liberales, los decentes, los lastrados por condiciones económicas y sociales de larga duración, los criminales o proscritos y los absolutistas benignos. En los pueblos lastrados, las circunstancias históricas, sociales y económicas hacen difícil, si no imposible, alcanzar un régimen bien ordenado. Estas sociedades tendrían el derecho a recibir asistencia por parte de los dos tipos de pueblos anteriormente individualizados. Los Estados que se niegan a cumplir el derecho de gentes se consideran proscritos o criminales. Los Estados criminales justifican librar la guerra en la persecución de sus intereses “racionales pero no razonables”. Los regímenes absolutistas benignos niegan a sus miembros un papel significativo en la adopción de decisiones políticas. En esta medida, tampoco serían “sociedades bien ordenadas”.
Modalidad de su construcción teórica
Construcción de tres ideas normativas
Rawls elabora tres “ideas normativas” que conforman la razón práctica: la idea de razonabilidad, racionalidad y decencia. Los criterios de estas tres ideas no están deducidos, sino que especificados en cada caso (elaborados).
Razonabilidad y racionalidad forman parte del contenido de la Teoría de la justicia y del Liberalismo político, y la última de El derecho de gentes. La idea de una sociedad bien ordenada está en la base de la razonabilidad de la idea de la justicia.
Con respecto al significado del término “razonable”, Rawls dice que aunque lo empleó con frecuencia en Teoría de la justicia, nunca precisó su significado. Esto se habría subsanado en Liberalismo político. La expresión de “razonable” incluye ciudadanos, doctrinas y términos de cooperación social. Los ciudadanos razonables ofrecerían términos justos de cooperación social entre iguales y reconocerían la responsabilidad que comporta la facultad de juzgar. La razonabilidad de las doctrinas generales reconocibles en las sociedades liberales y democráticas surge de varias características elaboradas en Liberalismo político. Una sociedad bien ordenada sería el resultado de una concepción política de la justicia y, en parte, del “trabajo de la razón práctica”. Los pueblos decentes también serían sociedades bien ordenadas en cuanto aceptan una idea de la justicia en conformidad con la definición de un bien común, que viene a ocupar la noción de justicia como equidad que caracteriza a los pueblos liberales. En cuanto a los principios de racionalidad, ya están especificados en Teoría de la justicia. Estos se refieren a la definición del propio bien, los medios para alcanzarlos y la libertad para modificarlos permanentemente. Aquí predominan los intereses estratégicos e instrumentales. Sin embargo, como se trata de personas morales, pueden actuar con un sentido de la justicia, esto es, conforme a la justicia como equidad, siendo capaces de cooperar en la vida social. Esta cooperación permitiría la realización de sus propios planes de vida[2].
La razón práctica como tal es simplemente el razonamiento acerca de la fundamentación y las orientaciones para la acción que surgen de esas tres ideas, de esa “familia de ideas”. En este sentido, la idea de razón práctica está vinculada a Kant, pero el liberalismo político se distingue claramente del idealismo trascendental kantiano[3].
El constructivismo de Rawls y las evidencias históricas
Rawls también recoge en su constructivismo las evidencias relativas a la historia de la persecución religiosa y las intervenciones expansionistas e imperialistas de las grandes potencias. El celo religioso persecutorio se ha manifestado desde la época del emperador Constantino, en el siglo iv, hasta el Concilio Ecuménico Vaticano II (1965), cuando fue radicalmente cuestionado.
Rawls destaca que
“desde la época del emperador Constantino en el siglo IV, la cristiandad ha castigado la herejía y ha tratado de desterrar lo que considera falsa doctrina mediante la persecución y las guerras de religión. Para ello ha necesitado los poderes coercitivos del Estado. La Inquisición, instituida por el Papa Gregorio IX, actuó durante las guerras de religión de los siglos XVI y XVIII. En septiembre de 1572, el Papa Pío v celebró en la iglesia de san Luis Rey en Roma, en compañía de 33 cardenales, una misa de acción de gracias por la masacre de san Bartolomé, ocurrida en París el mes anterior, cuando 15.000 hugonotes o protestantes franceses fueron asesinados por grupos católicos. La herejía era peor vista que el asesinato. Este celo persecutorio ha sido la gran maldición de la religión cristiana. Fue compartido por Lutero, Calvino y los reformadores protestantes, y no fue radicalmente cuestionado por la Iglesia católica hasta el Concilio Ecuménico Vaticano II (1965). ¿Estos males han sido mayores o menores que el Holocausto? No es necesario hacer tales juicios comparativos. Los grandes males son suficientes. Pero la Inquisición y el Holocausto no están desconectados. En efecto, parece claro que sin el antisemitismo cristiano a lo largo de los siglos, especialmente brutal en Rusia y Europa del Este, el Holocausto no habría sucedido”[4].
Tampoco deben desconocerse las intervenciones de las grandes potencias —dominadas por intereses monopolísticos y oligárquicos— en otros países democráticos menos potentes económica y militarmente. Estas intervenciones fueron realizadas por potencias supuestamente democráticas, sin el conocimiento ni la crítica del público y justificadas mediante la cómoda apelación a la seguridad nacional en el contexto de la Guerra Fría. Rawls sostiene que debido a
“las grandes insuficiencias de los regímenes reales, supuestamente constitucionales, no resulta sorprendente que a menudo deban intervenir en países más débiles, incluso en aquellos que presentan algunos rasgos democráticos, o que deban involucrarse en guerras expansionistas. En cuanto a lo primero, Estados Unidos derrocó las democracias de Allende en Chile, de Arbenz en Guatemala, de Mossadegh en Irán y, algunos añadirían, de los sandinistas en Nicaragua”[5].
Las naciones que hoy son democracias constitucionales establecidas también estuvieron involucradas en aventuras imperialistas. Tal fue el caso de varias naciones europeas durante los siglos XVIII y XIX, y en el período de rivalidad entre Gran Bretaña, Francia y Alemania antes de la Primera Guerra Mundial. Inglaterra y Francia libraron una guerra imperial, la llamada guerra de los Siete Años, a mediados del siglo XVIII. Francia e Inglaterra perdieron sus colonias en América del Norte tras la revolución de 1776. Una explicación satisfactoria de esos acontecimientos, señala Rawls, exigiría examinar la estructura de clases de esas naciones y su relación con el papel de las fuerzas armadas, función que cumplieron en la época del mercantilismo las compañías comerciales que actuaban como monopolios autorizados por la Corona, como la East India Company y la Hudson Bay Company[6].
Sin ignorar los acontecimientos anteriores, la historia también enseña la ausencia de guerra entre los países democráticos desde 1800. Ninguna de las famosas guerras de la historia tuvo lugar entre pueblos democráticos liberales establecidos. Ciertamente, no la guerra del Peloponeso, pues ni Atenas ni Esparta eran democracias liberales, como tampoco la segunda guerra púnica entre Roma y Cartago, aunque Roma tenía algunos aspectos de gobierno republicano. En cuanto a las guerras de religión en los siglos XVI y XVII, puesto que la libertad de conciencia y de religión no estaba establecida, ninguno de los Estados involucrados podía ser considerado como democracia constitucional. Las grandes guerras del siglo XIX —las guerras napoleónicas, las guerras de Bismarck y la guerra civil norteamericana— no tuvieron lugar entre pueblos liberales. La Alemania de Bismarck nunca tuvo un régimen constitucional propiamente dicho. Y el sur de Estados Unidos, con casi la mitad de su población esclava, no era una democracia, aunque pudo haberse tenido como tal. En las guerras donde han intervenido varias potencias, como las dos guerras mundiales, los Estados democráticos han luchado como aliados[7].
Esto es lo más cercano que conocemos a una regularidad empírica simple en las relaciones entre las sociedades. Sin embargo, una enumeración de los casos históricos no es suficiente para predecir el futuro.
El conocimiento histórico de las posibilidades demoníacas de la sociedad humana —el celo religioso persecutorio, las guerras y las intervenciones en los países democráticos— no deberían afectar nuestras esperanzas de lograr una utopía realista.
Papel del juicio moral
Rawls también asigna un valor esencial al juicio moral en la formación de nuestras opiniones políticas. Respecto a su idea de una utopía realista, nos dice que “no es proponer un compromiso entre poder y equidad y justicia, sino una delimitación del ejercicio razonable del poder”[8]. Además, sostiene que “si no es posible una razonablemente justa sociedad de los pueblos cuyos miembros subordinen su poder a fines razonables, y si los seres humanos son en gran medida amorales, si no incurablemente egoístas y cínicos, podríamos preguntar con Kant si merece la pena que los seres humanos vivan sobre la tierra”[9].
El juicio moral atribuye a la construcción teórica de Rawls un valor que va más allá de la lógica. Es un proyecto de construcción política que compromete nuestra participación política de hoy y el tono y la calidad de nuestras actitudes.
Rawls declara su “esperanza en que entre estos pueblos —liberales y decentes—, la paz y la justicia dentro y fuera de sus territorios” sea alcanzable. El derecho de gentes “establece que un mundo como tal puede existir en algún lugar y en algún momento, mas no tiene que existir o que existirá”[10].
[1] Rawls, J., Derecho de gentes (Barcelona: Paidós, 2001), 9-10.
[2] Ibid., 102-104 y 204-205; Rawls, J., Liberalismo político (México: Fondo de Cultura Económica, 1995), 38-39.
[3] Rawls, Derecho de gentes, op. cit., 102.
[4] Ibid., 32-33.
[5] Ibid., 65.
[6] Ibid., 66.
[7] Ibid., 63-64.
[8] Ibid., 16.
[9] Ibid., 150-151.
[10] Ibid., 150.
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