La hegemonía cultural
“… estamos ad portas de un cambio de paradigma. El valor de lo individual cede espacio para aventurarse en el valor de lo colectivo. Se trata sin dudas de un fenómeno mundial que no solamente se observa en el ámbito político, sino en lo social, el ámbito de las empresas, en el ámbito de la educación. Es de esperar que esta vez, logremos profundizar en una democracia más participativa de las bases sociales, con mayores espacios de control social, con mayor libertad y principios que permitan nivelar la cancha de las oportunidades y con una ciudadanía deliberante y un sistema de representación que garantice la no desconexión entre los que gobiernan y los gobernados”.
Nací en el 50, así es que llevo 70 años en este mundo y en este país… en todo ese tiempo, las ideas que marcan el lenguaje con el que nos relacionamos y por tanto poseen un cierto dominio de la cultura en Chile, han experimentado variados cambios, casi siempre pendulares. Es decir, pasan de una creencia a otra, medianamente opuesta o totalmente opuesta, siempre promovidos por la elite, mediante sus diversos instrumentos de divulgación, que incluyen no solo a los medios de comunicación, sino a todos aquellas instituciones y espacios en los que se instala el debate de ideas.
En los años 60, predominó en la cultura el lenguaje de las ciencias sociales, derivado de la comprensión de los fenómenos sociales emergentes. Un proceso previo de industrialización que atrajo a las ciudades a campesinos en busca de nuevas y mejores oportunidades laborales, la instalación de organizaciones sindicales con la participación de la nueva clase obrera, con una tradición de lucha social derivada de la industria del salitre, por los derechos sociales, políticos y culturales.
Esta expresión cultural, basada en la comunidad, en la organización de base, en el valor de lo colectivo, se expresó políticamente a través de partidos políticos fuertes, capaces de formar a sus dirigentes sociales y a una militancia instruida y capaz de argumentar y debatir ideas. Por otra parte, esa formación ciudadana, asentó el valor de la democracia y la idea de que alcanzar un estado de derechos y una distribución más equitativa del ingreso era posible mediante las urnas, todo lo cual fue truncado por el golpe militar promovido por la elite económica y por el gobierno norteamericano en el contexto de la guerra fría, mediante financiamiento directo para desestabilizar el gobierno del presidente Salvador Allende, que en las elecciones municipales ganaba adeptos.
Así, se instala la dictadura y comienza la hegemonía del discurso de la economía, basada en las ideas de Friedman, en la Escuela de Chicago, donde varios de los ministros de hacienda desarrollaron sus estudios de postgrado, financiados por empresarios prominentes (los así llamados Chicago Boys). Este discurso valora lo individual por sobre lo colectivo y al hacerlo, tiene en su base, el virus de la desintegración social, instalada en la base social. Por una parte, una elite que dispone de mecanismos y recursos para organizarse e interrelacionarse, que domina las diversas instituciones, empresas y medios de comunicación y por otra los ciudadanos, el pueblo, que trabaja empleado o que “emprende” para subsistir. Es efectivo que muchas personas alcanzaron mayor acceso a nuevos e impensados bienes y servicios mediante el crédito, el esfuerzo individual y los estudios de nivel técnico profesional y universitario y que Chile logró un desarrollo material significativo en estos últimos 50 años, con cifras macroeconómicas impresionantes y que desde esa mirada, tiene una posición de liderazgo en el contexto de América Latina, pero no es menos cierto que gran parte de esa riqueza, a pesar del esfuerzo individual y familiar, no se deja ver en la enorme mayoría de la población que vive ahogada por deudas acumuladas y que no alcanza a financiar sus necesidades mensuales, fenómeno que se ha acentuado y se ha visibilizado con la pandemia.
El mayor triunfo cultural de la dictadura fue la desarticulación de ese tejido socio cultural presente en los 60 e inicios de los 70 a través de la prohibición de los partidos políticos y persecución y asesinato de los líderes sindicales. Tejido social que, como reacción a su política sistemática de exterminio de sus adversarios políticos, fue generando una nueva expresión, que permitió el triunfo del No en el plebiscito del 88. Sin embargo y a pesar de haber perdido en esta instancia y que luego la elección presidencial llevó al gobierno a Patricio Aylwin y la Concertación, la hegemonía cultural del individualismo y el éxito personal mantuvo su predominio custodiado por la constitución del 80, con la presencia de Senadores designados y espacios de deliberación de las Fuerzas Armadas, como el Consejo de Seguridad Nacional, los altos quorums para aprobar ciertas leyes y el Tribunal Constitucional.
En esta democracia protegida de la dictadura, como solían llamarla, (cabría preguntarse de quien querían protegerla), surgió una nueva elite, ya no industrial sino financiera. Una elite distinta a la que predominó hasta finales de los 70 marcada por empresarios industriales, la cual fue destruida por las políticas arancelarias que llenaron el mercado con productos extranjeros. Esta elite de los 70, estaba culturalmente marcada por cierta ética y estética de la relación con sus trabajadores. Disponía de beneficios sociales como vivienda, en algunos casos, educación, policlínicas, entre otros. Fue reemplazada por una elite económica financiera, la cual solo mira el valor del dinero y la creación de riqueza en base a la inversión y al financiamiento del crédito.
La hegemonía cultural del valor de lo individual por sobre lo colectivo, fue instalada con la fuerza, se levantó levemente impulsado por la oposición a Pinochet, pero en aras de la gobernabilidad se volvió a desestimar, esta vez por los partidos políticos que participaron en la Concertación. El país inició un camino de grandes éxitos que alcanzaron un mayor bienestar material en la población, pero que no alcanzaron a mitigar las diferencias entre una minoría gozosa de sus privilegios y una ciudadanía desprovista de una articulación que ninguna institución logró generar, ni los partidos políticos, ni las organizaciones sindicales.
Si vemos al país, como el Titanic, en un sentido figurado, algunos viajaban en primera clase, otros en segunda o tercera, todos ellos arriba del barco, pero también había quienes, lo hacían nadando o en pequeñas y precarias embarcaciones, alrededor de este, como dijo Agustin Squella en el discurso de recepción al Presidente Aylwin, en su visita a la Universidad de Valparaíso, cuando ejercía como rector. Una intuición válida hasta hoy.
Muchas de estas situaciones se fueron normalizando y la clase política no fue capaz de darse cuenta de las diferencias profundas y del malestar que estas diferencias generan, en especial en una sociedad que hoy accede con mayor facilidad a la información, muchas veces en forma directa e instantánea por las redes sociales.
Así llegó el estallido social. El pueblo cansado, harto de los abusos, informado por redes sociales y articulado nuevamente desde ahí, pero sin aparente orgánica, irrumpió en las calles, con manifestaciones pacíficas y violentas, que llevaron a la clase política a un acuerdo para reformar completamente la Constitución Política de la Republica. Ello no por gracia de la elite política o económica, sino por la fuerza de una ciudadanía que se cansó de las promesas incumplidas y de unos partidos endogámicos, enfrascados en rencillas de poder y desligados de la sociedad verdadera, esa que sobrevive sin recursos o a punta de deudas, pagando tasas de interés usureras. Y no es que sean flojos o faltos de imaginación, como hemos escuchado tantas veces, sino que no logran alcanzar siquiera una parte de ese nivel de vida que observan con incredulidad en la TV abierta, la que todo lo banaliza y lo transforma en risa fácil, sin crítica, sin profundidad de análisis, salvo contadas excepciones.
Ese pueblo que se manifestó en las calles, también se manifestó en las urnas y generó la denominada lista del pueblo, con una amplia representación en la Convención Constituyente. La pregunta es si esta expresión política será capaz de generar algún tipo de orgánica que le de sustento colectivo.
Nuevamente, estamos ad portas de un cambio de paradigma. El valor de lo individual cede espacio para aventurarse en el valor de lo colectivo. Se trata sin dudas de un fenómeno mundial que no solamente se observa en el ámbito político, sino en lo social, el ámbito de las empresas, en el ámbito de la educación. Es de esperar que esta vez, logremos profundizar en una democracia más participativa de las bases sociales, con mayores espacios de control social, con mayor libertad y principios que permitan nivelar la cancha de las oportunidades y con una ciudadanía deliberante y un sistema de representación que garantice la no desconexión entre los que gobiernan y los gobernados.
Esta vez, la elite estará representada, sin embargo, la diversidad de miradas, experiencias directas de vida y conocimientos, así como la representación de los pueblos originarios, dará a la Convención Constituyente la oportunidad de elaborar una Constitución Política que deberá considerar toda la diversidad, para construir un país democrático, libre y bueno para todos. Sin duda su mayor desafío, será procesar las diferencias lograr acuerdos que tengan suficiente respaldo para su consideración en la nueva constitución, e idealmente, retomar y profundizar la idea de una cultura más centrada en el esfuerzo de colaboración y cooperación colectiva que en el esfuerzo puramente individual, sin desconocer el valor de este último, como motor de desarrollo de las personas, tanto en los social, lo político, lo económico y lo cultural.
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