¿Retroceso o decadencia?
En vez de agitar miedos y deserciones, quienes tienen responsabilidades políticas harían bien en considerar el proceso de cambio constitucional como un espacio particularmente favorable para reforzar las virtudes republicanas a través de la generación de una Constitución en la que quepamos todos, en vez de imaginarlo como un nuevo campo de batalla que haga imposible una legitimidad compartida.
América Latina se ha convertido en un lugar central de la actual pandemia y los efectos que esto tendrá -una vez aliviado el dolor de las pérdidas humanas– serán graves y dañinos en el plano económico y social, lo que no augura una situación política plácida, sino más bien borrascosa.
La recuperación será muy lenta, llena de tribulaciones, y puede pasar por momentos muy conflictivos que pondrán a dura prueba el sistema democrático que siempre ha sido frágil en esta región y que ya mostraba diversas dificultades antes de que nos cayera encima la pandemia.
Las proyecciones más recientes que nos han mostrado la Cepal y otros organismos internacionales son desoladoras. La caída del producto interno bruto (PIB) será para América Latina y el Caribe de -9,1%, y las tres economías más grandes de la región, México, Brasil y Argentina, caerán aún más: un promedio de -9,4% . Chile bordeará el -8%.
El PIB per cápita de la región, que venía subiendo desde 1990, pero que se había estancado hacia 2014, retrocederá 10 años, será similar al del año 2010. Vale decir que la década que concluye será nuevamente, en materia de crecimiento, una década perdida, tal como lo fueron los años 80 del siglo pasado.
La desocupación laboral alcanzará un 13,5% a fines de este año, es decir, 5,4% más que en 2019.
El nivel de pobreza subirá en América Latina de 185,5 millones a 230 millones de personas y, de entre ellas, los que viven en condiciones de extrema pobreza aumentarán de 67,7 millones en 2019 a 96,2 millones en el año 2020. Esto significa que el 37,7% de la población vivirá bajo la línea de la pobreza. En Chile, la pobreza subirá del 9,8% al 15,5%; en Argentina lo hará del 26,7 % al 37,5%; en México, del 41,9% al 49,3%, y en Brasil, del 19,2% al 26,9%. También aumentará la desigualdad de la distribución del ingreso en toda la región. Los países donde más lo hará serán Argentina, Ecuador y Perú.
Los latinoamericanos tendremos que hacer frente a un gigantesco retroceso, que ya se manifestaba de manera pausada en todos los países independientemente de su orientación política o económica bastante antes de la aparición del Covid-19, con la conocida excepción de Venezuela, que viene desmoronándose de manera vertiginosa desde hace tiempo. Su economía este año caerá -26%.
La movilidad social descendente afectará sobre todo a un gran sector de las capas medias, medias bajas y de ingresos bajos, aunque no pobres, que habían logrado salir de la pobreza en los años de bonanza, entre 2003 y 2013. Un número importante de entre ellos volverá a cruzar en una dirección inversa la línea de pobreza.
Todo ello tenderá, junto a otros factores, a agudizar la inestabilidad política.
La dimensión de esta caída va más allá de un simple retroceso, pues va acompañada de un conjunto de elementos que caracterizan algo más grave y difícil de revertir en un período de tiempo razonable; me refiero a la posibilidad de una eventual decadencia, el desarrollo de un proceso histórico-cultural en el cual toda la estructura social comience a perder su institucionalidad básica y los valores que la constituyen, debilitándose de tal manera que puede hacer que más de un país de la región se encamine hacia una suerte de desintegración o de colapso social de duras consecuencias.
Estos elementos no son solo económicos y sociales, tienen que ver con situaciones extendidas de anomia social, la percepción de un disfuncionamiento de las instituciones democráticas y de abuso de quienes ocupan posiciones de poder, una pérdida del monopolio de la fuerza por parte del Estado y una dilatada corrupción de agentes públicos y privados.
Acompañado todo ello por una cierta indiferencia social frente al uso de la violencia como expresión política, una presencia desafiante de la criminalidad, un crecimiento de la desconfianza y la intolerancia que unida al crecimiento de la desigualdad pueden terminar conformando una combinación tóxica, conducente a un proceso de decadencia.
Quisiera creer que Chile, pese a los niveles de retroceso que muestra, está todavía a una cierta distancia de un fenómeno de decadencia.
Los avances logrados, sobre todo durante los años 90 y el primer decenio de este siglo, prácticamente en todos los aspectos del desarrollo, aunque menor en el plano de la igualdad social, han permitido al país enfrentar los avatares de los últimos años con mayor fortaleza.
Sin embargo, ningún patrimonio, por sólido que sea, dura eternamente. Diversos elementos propios de la decadencia han ido apareciendo en el último decenio, despreciando los pasos de progreso persistentes y graduales de los primeros 20 año de la democracia.
Ello ha generado un imaginario, un impulso y finalmente una acción política confrontacional que ha dejado poco espacio a la reflexividad en el debate político y ha depreciado el valor de la negociación serena y estimulado el denuesto, la frivolidad, el cortoplacismo y la farándula en la política.
Todo ello en un momento dramático, que requiere más que nunca una fuerte cohesión social y un esfuerzo distributivo real que morigere las desigualdades a través de instrumentos eficaces y progresivos de política públicas.
No son ilimitados los tiempos para revertir estas tendencias y evitar un declive más pronunciado.
El gobierno, y en particular el Presidente, debería tomar nota de sus pasos en falso y de su ausencia de conducción y comprender con realismo que requiere de acuerdos fuera de su sector para ejercer su tarea con mayor eficacia.
Desgraciadamente, el reciente cambio de gabinete pareciera en lo fundamental dar una señal contraria a un esfuerzo para buscar acuerdos constructivos, el rostro que muestra es más agrio que cautivador.
La oposición de vocación democrática, por su parte, no debería navegar siguiendo el aplauso fácil, que siempre será efímero y que reforzará caminos y estilos que le deberían ser ajenos, olvidando los tiempos largos de la construcción democrática. Por ese camino concluirá como compañero de ruta de una zalagarda cuya orientación no se conoce.
En vez de agitar miedos y deserciones, quienes tienen responsabilidades políticas harían bien en considerar el proceso de cambio constitucional como un espacio particularmente favorable para reforzar las virtudes republicanas a través de la generación de una Constitución en la que quepamos todos, en vez de imaginarlo como un nuevo campo de batalla que haga imposible una legitimidad compartida.
Si nada de ello se produce, el retroceso puede convertirse en decadencia, quizás lenta y ojalá no iracunda, pero a fin de cuentas pobretona, injusta, mediocre y, sobre todo, difícil de revertir.
Fuente: La Tercera.
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