Justicia
Últimamente, la expresión “justicia social” ha sido desplazada por otras, tales como “asistencia social”, “inclusión social”, “protección social”, quizás por temor a continuar utilizando una palabra que tiene una fuerte carga moral –“justicia”-, como si de la moral tuviéramos que avergonzarnos o considerarla ya una palabra que fue a parar al desván de los recuerdos y las cosas inútiles.
¿Qué no se ha dicho de la justicia? Se ha dicho tanto, y tan contradictorio, que la palabra se ha vuelto parecida a una de esas conchas que los niños recogen en las playas y que, llevadas luego a sus habitaciones, no tardan en perder el brillo que tenían.
“Justicia es retribuir bien por bien y mal por mal”; “justicia es tomar ojo por ojo y diente por diente”; “justicia es preferir padecer injusticia que infligirla”; “la justicia es más hermosa que el lucero del alba y la estrella de la noche”; “justicia es vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo suyo”; “justicia es la palabra de que se vale una clase dominante para justificar su dominación”; “justicia es el sostén de la vida social”; “justicia es un tren que siempre llega tarde”; “justicia es un ideal irracional”; “justicia es cosa de otro mundo”, y podrían llenarse páginas y páginas con otras tantas apreciaciones acerca de una palabra que está inevitablemente en boca de todos. Queremos ser justos con los demás y esperamos que estos lo sean con nosotros. Queremos vivir en una sociedad de libertades, pero que sea también justa cuando menos en la distribución y ejercicio real de las libertades. Tal es la razón por la que nunca podremos sacarnos de la boca la palabra “justicia”.
Otro motivo para ello es que la justicia es un sueño, un hermoso sueño de la humanidad, una de sus mayores y más persistentes expectativas para la vida individual y social. Un sueño en ese sentido y no en el del estado que tiene lugar cuando dormimos. Si fuera un sueño en este segundo sentido, la justicia correría la suerte de la mayoría de nuestros sueños nocturnos, que no es otro que el de desvanecerse y casi desaparecer con la primera luz del día.
Algo se aclaran las cosas si se distingue entre la justicia como atributo personal y la justicia como condición de la sociedad en que estamos y queremos vivir.
Como atributo personal, la justicia es una virtud, un hábito de bien que se adquiere por repetición de actos justos y por tener una disposición permanente a ejecutarlos, una cima de bien a la que ascender paso a paso, sin descartar una que otra caída. Nadie es justo de nacimiento. Nadie es tampoco justo, valiente o veraz porque en alguna ocasión dijo la verdad, fue valiente o se comportó de manera justo, sino porque ha adquirido la disposición y el hábito de comportarse de alguna de esas buenas maneras.
La virtud tiene también una dimensión social. Se trata del primer atributo de las instituciones sociales –según se afirma constantemente-, tal como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento, algo que, observado, conserva a las sociedades, y que perturbado las destruye. Los fundadores del neoliberalismo –término que empleo descriptiva y no peyorativamente- no creyeron en la justicia social y la consideraron una “ficción”, un “espejismo”, en otras palabras, un engaño, y hasta hoy se recuerda la soltura de cuerpo con que Margaret Thatcher se refirió a la sociedad: “No existe”, dijo; “lo que hay son solo individuos y sus familias”. Rara reflexión en alguien que se interesó por ser Primera Ministra de su país en vez de quedarse en casa atendiendo a su marido y cuidando sus hijos.
La idea de justicia social, promovida por el liberalismo social, por el liberalismo igualitario, por la socialdemocracia, por el socialismo, y por el socialcristianismo, parece estar de vuelta en las preocupaciones de los gobiernos y de quienes quieren acceder o permanecer en ellos, aunque en lo único que se concuerda es en el adjetivo –“social”-, en el entendido de que estamos hablando en ese plano y no en el meramente individual, no existiendo consenso en el contenido y alcances del sustantivo “justicia”. ¿Qué es una sociedad justa? ¿Qué es lo que permite tenerla por tal? ¿Qué es lo que debería hacerse para llegar a tener una sociedad justa?
Las respuestas a esas preguntas las dan distintas concepciones de la justicia, respuestas que a veces son parcialmente coincidentes, en otras nada coincidentes, y en muchas contrapuestas y rivales en el espacio público. Últimamente, la expresión “justicia social” ha sido desplazada por otras, tales como “asistencia social”, “inclusión social”, “protección social”, quizás por temor a continuar utilizando una palabra que tiene una fuerte carga moral –“justicia”-, como si de la moral tuviéramos que avergonzarnos o considerarla ya una palabra que fue a parar al desván de los recuerdos y las cosas inútiles. Volviendo ahora al plano individual, también la palabra “virtud” parece de otra época, reemplazada por la mucho más cómoda de “valores”, como si el talante moral de las personas dependiera de los valores que se declaran y no de las virtudes que se practican. Si el carácter moral dependiera de los valores, bastaría con presentarse en una notaría y hacer una declaración jurada de ellos.
Sin embargo, no descartemos que las más recientes expresiones relativas a la asistencia, a la protección y a la inclusión social puedan tener no el propósito de sustituir a “justicia social”, sino de aplicar este último ideal en las políticas públicas y en las decisiones colectivas que se adoptan en toda sociedad. Con ser benevolente, esta explicación es también plausible, y es en tal sentido que puede esperarse, aunque con otras denominaciones, el regreso de la justicia social
La idea de justicia social está ligada a la llamada “cuestión social” que surgió con fuerza en el siglo XIX como efecto de la revolución industrial y de las paupérrimas condiciones de vida de los trabajadores asalariados de entonces. No faltan quienes han jubilado a la propia “cuestión social” como algo que pertenece al pasado, aunque los más prudentes afirman no que ella haya desaparecido, sino que ha cambiado, con el efecto de que si esto último fuera lo correcto, habría cambiado también la idea de justicia social.
Si quieres tener paz, ten primero justicia: ese es el lema. Y para tener justicia es básico tener solidaridad, un valor bastante desdibujado en las sociedades capitalistas contemporáneas donde todo se reduce a experiencias personales de éxito y de fracaso.
Por otra parte, la justicia social ha empezado a referirse a algo más que a una justicia económica, a algo más, también, que a la organización del trabajo, para alcanzar al modo cómo se distribuyen socialmente aquellos bienes básicos o primarios que son indispensables para llevar una vida digna, autónoma y responsable, tales como atención sanitaria oportuna y de calidad, educación pública de calidad, vivienda también de calidad, y previsión justa.
En bienes como esos tendrán que pensar los futuros constituyentes cuando estudien y debatan acerca de los derechos que se relacionan con ellos y sobre el lugar y el tipo de garantía que deberían tener en un nuevo texto constitucional.
En esa instancia será necesario bruñir la palabra justicia, no para encandilarse con ella, sino para sacarle un lustre acorde con los tiempos que vivimos.
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Qué buena columna de opinión! Me movió mucho y me confirmó, una vez más, de la solidez intelectual y gran calidad humana de Agustín.