Agustín Squella – Contrahistoria Liberal

“… abundan entonces los liberales cojos, a medias, incompletos; por ejemplo, los que adhieren a los postulados económicos del liberalismo, pero que no vacilan en renunciar a la democracia y apoyar a una dictadura si es que esta hace suyos tales postulados, que es lo que pasó en Chile con algunos liberales que trabajaron codo a codo con la dictadura de Pinochet”

Hay no pocas historias del liberalismo, todas las cuales se agradecen, puesto que ayudan a entender el origen y el desarrollo de una doctrina a la vez política, ética y económica que, teniendo una raíz común, ha dado origen a un tronco con varios ramas, es decir, a variados liberalismos, o, como me gusta decir, ha dado lugar a varios troncos, igual que pasa a veces con esas especies vegetales que lucen varios troncos a la vez, todos conectados a distintos brotes basales que su raíz ha echado bajo tierra.

Pero el liberalismo tiene también su contrahistoria. Contrahistoria que no es la de las críticas y rechazos que ha recibido (eso forma parte de su historia), sino el registro de sus inconsecuencias, de las contradicciones y aún traiciones que al ideario liberal han exhibido algunas de las más destacadas figuras que protagonizan la historia intelectual de ese ideario.

Así, por ejemplo, en el mismo momento en que los padres fundadores de los Estados Unidos de Norteamérica declaraban la independencia, en 1776, y proclamaban como “evidentes estas verdades: que los hombres nacen libres e iguales”, tenían ellos esclavos en sus haciendas, trabajando de sol a sol en las plantaciones de algodón, como los tenían también en sus casas y mansiones para hacerse cargo del servicio doméstico de sus amos. Solo 100 años después de esa declaración pudo el Presidente Lincoln hacer aprobar la ley que abolió la esclavitud, y eso en medio de una muy cruenta guerra civil entre los estados del norte y los estados de sur. Tampoco las cosas mejoraron de un día para otro luego de la aprobación de esa ley: otros 100 años más tarde, Martin Luther King cayó abatido a tiros al término de una marcha por los derechos laborales de la población negra de su país.

John Locke (1632-1704), figura clave en la historia de las ideas liberales, fue no solo defensor de la esclavitud, sino que tuvo intereses en una sociedad comercial esclavista. Francis Hutchenson (1694-1746), maestro de Adam Smith, fue enemigo de la esclavitud de los negros, pero se declaró firme partidario de esa institución para castigar a los vagabundos, a los perezosos, a todo aquel que no fuera capaz de mantenerse a sí mismo. El notable John Stuart Mill (1806-1873), autor de ese clásico liberal que es su libro “Sobre la libertad”, tuvo siempre expresiones de desprecio por los que consideró pueblos inferiores –indios de la India, indígenas de América del Norte y del Sur, incluso chinos- y trabajó desde los 13 años en el brazo institucional de su país para controlar la sumisión de la India, la “East Indian Company”. John C. Calhoun (1782-1850), en pleno siglo XIX, es decir, cuando la doctrina liberal estaba ya bien asentada, no tuvo ningún escrúpulo a la hora de defender la sumisión de los negros y la caza despiadada de los esclavos fugitivos.

Además de que las razones económicas para defender la esclavitud se anteponían a las políticas y morales que aconsejaban su abolición (nada muy distinto de la lógica que impera hoy de la mano de ese tronco liberal que recibe el nombre de “neoliberalismo”), además también del “contexto” del momento, mi explicación para las contradicciones antes señaladas radica en las exigencias que el liberalismo plantea a sus adeptos. En efecto, el liberalismo es una doctrina muy exigente, que demanda no poco de quienes se dicen liberales, puesto que lo que exige de estos no concierne solo al ámbito político (Estado limitado por derechos de los individuos y de las organizaciones que estos forman) y económico (mercados libres), sino también a la dimensión moral de la existencia individual y la vida en común (la fuente de la moralidad no es ninguna autoridad como el Estado, el monarca, una iglesia, el partido, la opinión pública, la mayoría, sino la conciencia individual de cada sujeto, y los actos de las personas, por inmorales que nos parezcan, solo pueden ser castigados socialmente cuando dañan a los demás y no cuando lo hacen solo a quien los ejecuta).

Tan exigente como eso, abundan entonces los liberales cojos, a medias, incompletos; por ejemplo, los que adhieren a los postulados económicos del liberalismo, pero que no vacilan en renunciar a la democracia y apoyar a una dictadura si es que esta hace suyos tales postulados, que es lo que pasó en Chile con algunos liberales que trabajaron codo a codo con la dictadura de Pinochet. Algo parecido a aquellos liberales que lo son tanto en el plano político como económico, mas no en el plano ético, puesto que niegan la autonomía moral de los individuos y tratan de usar el poder del Estado para imponer las concepciones éticas que ellos prefieren. Y hay también quienes siendo liberales en lo ético y en lo político, desconfían de la dimensión económica del liberalismo y se muestran reacios a aceptar una economía en general libre de la interferencia estatal.

Quien quisiera profundizar en la contrahistoria del liberalismo puede leer el libro de Domenico Losurdo, titulado, precisamente, “Contrahistoria del liberalismo”. Tiene una extensión de cerca de 400 páginas, un número que alerta acerca de que la aludida contrahistoria no se limita al puñado de autores y situaciones que mencionamos en la parte inicial de esta columna.

 

Agustín Squella N.

Profesor de la Universidad de Valparaíso. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Socio del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso.

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